por Arq. Horacio Quiroga
Conocí a Don Hilarión Hernández Larguía en el Taller que llevaba su nombre, en el 2º piso de la actual Facultad de Ingeniería, en todo el frente que miraba al Este, a la calle Colón. Era un señor mayor, de traje, moñito y tiradores, que a media tarde recorría el aula hacia la Sala de Profesores, un pequeño cuarto, al fondo, donde se encontraba con sus docentes: Hermes Sosa, Edgar Andino, Augusto Pantarotto, Oscar Píccoli, Aníbal Moliné , el “Alemán” Augsburger y otros que ya no recuerdo.
De esa época conservo dos imágenes: allá por 1960, se planteó un tema para segundo año titulado “Un lugar de descanso en el Parque Alem”. Mario Bonilla hizo su proyecto cuidando absolutamente la naturaleza, arrimando, eventualmente, un poco de tierra para hacer canteros. Por el contrario, yo tapicé todo el terreno con ladrillos con diversas trabas, con una estructura geométrica hexagonal y no dejé yuyo con vida.
Don Hilarión armó una clase especial, con los dos trabajos y los respectivos discursos de los autores, que puso de relieve las distintas formas de encarar el espacio, la arquitectura y la naturaleza. Por supuesto que aparecieron referencias a Wright y a la Le Corbusier, y todo el mundo entendió, perfectamente, lo que había que hacer con un lápiz en la mano enfrentando un proyecto.
Otra experiencia singular que me tocó vivir con Don Hila en su Taller fue cuando tuve la desafortunada idea de presentar uno de mis cuadros en uno de los Salones Anuales que organizaba el Castagnino. Como yo visitaba dos o tres veces a la semana el Museo para intentar aprender algo de esas cosas del Arte, me hice muy amigo del por entonces Mayordomo, Apolinar Molde.
Mi obra, muy influenciada por las contemporáneas de Rubén Naranjo, por tanto, bastante presentable, fue colgada, por el propio Molde, naturalmente, en la sala principal, con los premiados, en tanto mis docentes de Visión, el propio Naranjo, Serón, Lavarello, etc. quedaron relegados a la miseria de los pasillos. Se dijeron muchas cosas desgraciadas en esa circunstancia y yo esperaba, aterrorizado, las palabras de Hilarión.
Finalmente, cuando llegó al Taller, una tarde, se acodó en mi mesa y me dijo: ”Hijo, porqué dedicarte a las texturas cuando todavía tenés tanto que hacer con el color”. Afortunadamente, a pocos metros de mi casa de calle Viamonte, encontré a un afinador de pianos, exquisito pintor realista socialista, por decirlo de alguna manera, Enrique Oliván, quien con la santa paciencia a la que le obligaba su oficio, me enseñó a pintar pasablemente bien.
Todo este aburrido relato sobre mi cuasi inexistente pintura viene a cuento porque estableció otro puente con Hilarión que me llevó hasta una Bienal Americana de Arte de Kaiser en Córdoba, pero ese es otro episodio, para más adelante.
Don Hila también fue Profesor Titular de la cátedra de Construcción IV, llamada también “Legal”, y con un libro de un señor M.Durrieau, sobre “Técnicas y Arquitectura Legal”, a modo de guía, fue ilustrando cada tema con un episodio acaecido en alguna obra. Ejerció la Dirección de la Escuela de Arquitectura y Planeamiento, con la colaboración de Hermes Sosa, y la inefable Blanca Rosa Foresto como secretaria administrativa.
Mi arribo al estudio
No llegué a conocer a Juan Manuel Newton, con quien Hilarión armó su primer estudio. Para esos años, cuestiones ideológicas, según se decía, los habían separado y al poco tiempo se había producido el fallecimiento de Newton. Luego el Estudio se llamó Hernández Larguía y de la Torre (por Rufino de la Torre), para finalmente devenir en Hernández Larguía, de la Torre y Moliné.
En esos momentos, hacia 1962, mi hermano Alberto conjuntamente con dos arquitectos de Rosario, se habían instalado en tres Arroyos, huyendo de los acreedores, donde le habían dado el encargo del Proyecto y Dirección de un “Parque Hotel”, de planta baja y tres pisos altos. Según parece, habían estudiado bastante bien las plantas altas, de las habitaciones, pero nada de la planta baja, cuestión que era un lío espantoso de bajadas y subidas de caños de todo tipo, columnas, vigas y demás. Allí es donde requieren la ayuda del Estudio y también es donde Moliné requiere mi ayuda porque estaba saturado de trabajo.
Debo decir que mi primer dibujo en el Estudio fue la planta baja pero al revés, es decir: uno generalmente, al hacer una planta supone un corte horizontal y una amplia mirada plana hacia abajo pero en este desafortunado caso fue para arriba ya que tuve que hacer una planta pero ¡de cielorrasos!, tal era el complicado diseño de Aníbal para esconder el espanto de caños, agruparlos y llevarlos de un lado para otro. Sufrí bastante pero munido de un buen papel vegetal y mi 2H bien afilado pude resolver el problema.
El Estudio ocupaba la planta baja de una hermosa casa de tres, obra naturalmente de Hernández Larguía y Newton: a partir de un zaguán (palabra hoy en desuso, por varias razones) podía accederse a la casa, subiendo la escalera o, por el costado, una puerta acristalada permitía el ingreso a la recepción, donde había un par de sillones y un escritorio con cajoneras repletas de lápices Faber Castell de todas las graduaciones imaginables.
A modo de “boiserie”, una biblioteca rodeaba todo el ámbito del estudio propiamente dicho, con cinco mesas de dibujo, una enorme planera de doble frente y un “combinado”, con la sintonía permanente en el SODRE (Servicio Oficial de Radiodifusión del Uruguay), que pasaba permanentemente la mejor y más variada música clásica. Cuando eventualmente sonaba una ópera, alguien se levantaba y apagaba la radio: era un género no bien visto en una casa donde vivía el creador y Director del Coro Estable de Rosario, luego del Pro Música ,etc.. el Maestro Cristián Hernández Larguía. La música coral no tiene estrellas, no hay en un coro ningún Pavarotti, lo que importa es, precisamente, la masa coral.
Había una maravillosa convivencia de la arquitectura, con la música, con las artes plásticas. Casi todos los días una dama del Coro Estable, Amanda, si mal no recuerdo, venía a trabajar sobre la planera. Escribía decenas de hojas de partituras sobre papel vegetal, que transformadas en múltiples copias heliográficas se usaban en la actividad del coro.
Más adelante, la propia Susana Imbern ocupó ese lugar, pero ya en alguna parte de la ciudad se podían encontrar las primeras extrañas fotocopiadoras Xerox. Susana tuvo a su cargo una terrible tarea que fue darme las primeras nociones de flauta dulce: logró que aprendiera a soplar, quizá la maniobra más difícil con ese instrumento. Su conocido fuerte temperamento, sumado a mí también reconocida dureza de entendimiento, hizo que una tarde me corriera flauta contralto en mano alrededor de la planera.
Más adelante, en la Escuela de Artes de la Vigil, Vicky Borzone, lo logró: tuvimos un par de actuaciones en público y en mi casa sonaba, de tanto en vez, un dúo de flauta y violín, para espanto de los pobres vecinos.
Así era el Estudio: una suma de artes extraordinaria, una recreación a nivel doméstico, del Gesamtkunstwerk, el arte total. Cuando arribé a la calle San Luis, llevaba conmigo solamente el número 5 de Beethoven para piano y orquesta, conocido como “El Emperador”. Un día, quizá algo cansado de la radio le pedí a Hilarión permiso para escuchar uno de los cientos de discos que guardaba el Maestro Cristián en el garaje, y así arremetí con una sinfonía de Brahms.
Precisamente, Cristián bajó cerca del mediodía, como era su costumbre, en rigurosa bata, y cuando escuchó uno de sus discos sonando sin su autorización, en vez de enojarse, me preguntó: ”¿Te gusta Brahms?” y ante mi respuesta afirmativa, comenzó una suerte de “Escuela para la educación musical de un burro Técnico Constructor de Obras” que terminó escuchando – y con gran placer – cantos gregorianos.
Allí tenía el Maestro también su taller de audio – hay que recordar que no nos habían invadido ni los japoneses ni los chinos, todavía – donde estuvo muchísimos meses trabajando en un equipo de sonido para Jorge Borgato, que nunca llegó a su destino.
Nunca supe bien por qué, pero un día los discos fueron trasladados por la ex esposa de Cristián, Quena Barbarich, al primer piso, en unas flamantes estanterías de madera. Tengo para mí que quizá el uso abusivo de los discos de vinilo que yo hacía haya tenido que ver bastante con esa decisión, pero lo cierto fue que retornamos al viejo combinado.
Una mañana, estando solo en el Estudio, entró, saludó cordialmente y subió un señor con maletín y violín en mano. Me causó cierto asombro hasta qué al rato, llegado ya Hilarión, me explicó que era Mario Benzecry, famoso violinista, posteriormente devenido en Director de la Orquesta Sinfónica del teatro Colón, de la Filarmónica de New York, la de Lisboa y la de Houston entre otras muchas más y que venía a dar clases en el Instituto de Música y se alojaba en algunos de los dormitorios del segundo piso.
Ni hablar de cuadros y esculturas; los había por doquier y de autores famosos y de gran costo. En la zona de estar del primer piso estaban los mejores y más completos cuadros cuzqueños, del siglo XVIII, con marcos tan originales que algunos tenían, en la parte inferior el porta floreros. Cuadros de Uriarte, Rubén de la Colina, extraordinarios, de sus mejores épocas, por todos lados, y otros más que no recuerdo. Precisamente estas obras fueron protagonistas de dos episodios inolvidables. Había tantos cuadros coloniales que fueron distribuidos a lo largo de toda la escalera.
Como la calefacción de la casa se basaba en estufas de kerosene (había decenas de damajuanas forradas en mimbre y arpillera que las llenaba cada tanto un camión de reparto de YPF), Don Hila suponía que los cuadros se ensuciaban; por tanto, todos los años, entre los dos, los bajábamos, y cepillo de paja de Guinea y jabón El Gaucho en mano, los limpiábamos en las piletas de lavar ropa.
La primera vez el procedimiento me asustó y le pregunté: “Don Hila, Ud. está seguro que esto que estamos haciendo está bien?”; “Sí, hijo”, fue la respuesta y ahí no más empezó el cepillado. Curiosamente sobrevivieron, y en excelente estado. La colección completa se mandó en momentos de crisis a la galería Pizarro de Buenos Aires, para que se rematara, con tan mala fortuna que el día del remate coincidió con el golpe de estado de un innombrable, razón por la cual, muy pocas personas, conocedoras, compraron por la base las mejores obras. Las demás regresaron y tuvieron, con el tiempo, diversos destinos.
Los cuadros de Uriarte, por el contrario, tuvieron mejor vida, probablemente. Una mañana Don Hila me pide que llame un flete, a la par que me pidió ayuda para bajar los Uriarte. Cargados prolijamente en la chatita, partieron para la calle Washington, en Alberdi, a la casa de su autor, el propio Carlos Uriarte. Sencillamente, se los devolvió.
En el Estudio había momentos de mucha actividad: Aníbal Moliné diseñó obras para Acindar, la sede de Aricana, en varias etapas, la planta de Cindor, Canal 3, etc.. y cada una de ellas era motivo de unos legajos impecables donde nada quedaba al azar: se diseñaba hasta el interior de los roperos, los muebles de cocina, las instalaciones con un nivel de detalle que permitía su ejecución sin la aparición de ningún asesor.
Don Hila, autodenominado “Arquitecto Plantista”, en cada local ponía el nombre, las medidas generales, el número que luego iba a la planilla de locales, el nivel y una serie de abreviaturas (con su correspondiente clave aparte), que indicaban la terminación de cada plano del local, piso, paredes, cielorraso.
La traba de los pisos se dibujaba y si la terminación de los muros era con ladrillos vistos, cada 30 cms., en la escala que fuese, aparecía un punto. Los revestimientos obligaban a doble línea en los muros. A Yito de la Torre le correspondía la sección instalaciones de todo tipo y con lujo de detalles.
En algunos momentos se integraron otros colegas, como Pilucho Marchetti, Alberto Santanera, Miguel Ángel Canal y Cabezas, con los que recuerdo haber colaborado en un concurso para el edificio de la Municipalidad de Miramar donde ganaron el primer premio, acompañando a Aníbal Moliné y en una oportunidad pude visitar el edificio construido a imagen y semejanza de la perspectiva a tinta china que yo había hecho: un verdadero privilegio.
Se cumplía, también, una suerte de ritual de obligada realización: a las cinco de la tarde en punto se servía el té en el comedor del primer piso y todos los que estábamos en el Estudio éramos invitados a subir. En realidad,se trataba de brindar a Lucía Correa Morales, esposa de Don Hila, enferma de Parkinson, un momento de distracción: té con una nube de leche fría, galletitas y mermelada de naranjas compartían los asistentes a veces verdaderamente muy especiales como la vez que visitó Rosario Richard Neutra, acontecimiento registrado en una fotografía en blanco y negro donde Hilarión, Rufino de la Torre y Neutra visitan la casa Couzier, en Alberdi.
En esa ocasión, la del té de las cinco con Neutra, Hilarión conversaba en francés con tan especial invitado hasta que intervino Drazen Juraga, -actual Cónsul de Croacia- y se terminó la conversación ya que toda la tarde estuvieron hablando un extraño idioma. Visitantes asiduos del té de las cinco eran Uriarte, los de La Colina, Vila Ortiz, el poeta Clucellas, y otros personajes famosos.
El 14 de agosto de 1964, Don Hila decidió festejar sus cuarenta años de ejercicio profesional y lo hizo con una gran fiesta, cuyos detalles voy a omitir por discreción, pero fue una suerte de “happening”, muy al estilo de los que estaban en boga por aquellos años. Me llamó la atención ver unas cajas cerradas en la recepción del Estudio: al promediar la fiesta, que duró hasta el alba, se abrieron esas cajas e Hilarión con Rubén de la Colina se encargaron de entregar a cada asistente un grabado enmarcado con una dedicatoria atrás.
A mí me tocó “El Zaino” un grabado de Juan Grela y la dedicatoria rezaba “A mi futuro secretario y quizá regalón Nº 1”, esto último en referencia a sus recónditos deseos de asociarme, románticamente hablando, a una de las tres “regalonas” María Luisa Musso, Norma Martínez y Ana María Calligaro, que estaban permanentemente cerca de él, en el Taller.
Hay que recordar que fue miembro fundador de la Asociación Rosarina de Arquitectos y miembro de la Comisión Directiva de la Sociedad de Arquitectos, divisional Rosario.
Precisamente, en noviembre de 1976 el por entonces Centro de Arquitectos de Rosario realizó una exposición de agradecimiento y homenaje a Hilarión Hernández Larguía. Pedimos prestados unos soportes muy elegantes de madera a la Vigil y armamos la muestra, con cuatro legajos originales y fotografías ampliadas que tomaron Borsani y Schujman de cada una de las obras expuestas.
En La Gaceta de los Arquitectos Nº1, de junio de 1977, se cuenta qué si bien la condición fue “nada de discursos”, el público obligó al homenajeado a contar algunas de sus experiencias profesionales. Muy emocionado, con voz queda, recordó a su madre, a la que tuvo que acompañar a arrear el ganado en su infancia, en “El Ensayo”, el campo de los Larguía, a sus años con los jesuitas, a su adolescencia. También recordó al sinnúmero de artesanos, contratistas, colaboradores que le permitieron concretar más de seiscientas obras. De esa manera, revirtió el homenaje, agradeciendo a los que posibilitaron su accionar.
En “El Ensayo” en el verano de 1914, a los veintidós años, escribió un poema:
De noche brillan las fogatas de las quemazones
en horizontes poblados de ladrillos
¡Qué hermoso es ver arder los campos
en las obscuridades de un demorado estío!
Ni la cifrada angustia de los hombres que hora a
hora, día a día, los surcos han partido,
ni las mujeres que, en paciente espera,
aguardan a los hombres, con su hijo,
ni los amantes que interrumpen sus caricias
deslumbrados por los fuegos encendidos,
han de saber del pesar de los rastrojos
cuando las llamas devoran su destino.
Desde las aéreas galerías de la casa,
que un día mi padre hubo construido,
veo, una vez más, incendiarse los tejados
de nocturnos espacios infinitos.
¡Con qué gozo correría la noche ardida en quemazones,
ciñendo, con mis piernas, los flancos de un relincho!
Finalmente, una mañana de invierno, Don Hila llegó de una visita a la obra de Albanese, (Virgilio Albanese era el dueño del vespertino “La Tribuna”, existente por aquellos tiempos) en Maciel y Hernández, Alberdi, tiró con fuerza su libreta de hule negra sobre la mesa de dibujo y dijo: “No trabajo más”, cosa que efectivamente hizo.
Una fantástica abertura de once metros de largo, con movimientos en altura, con marcos de quina y hojas de cedro, se había revirado a punto tal que las grampas no sólo se habían soltado sino que habían desprendido trozos de mampostería. Para obligar a cambiar ladrillos vistos de media prensa en mal estado se llegó al extremo de golpearlos con un pico de mano; los pisos de madera de la planta baja, colocados con juntas rectas, se habían ondulado simulando olas del vecino río.
Para colmo de males y broche final de las desgracias, una enorme pared-pecera que separaba el estudio del dueño de casa de la zona de estar estalló y los peces tropicales delicadamente mantenidos por sus dueños durante mucho tiempo, murieron sobre el piso. Un legajo de cuarenta y siete láminas con detalles hasta en escala natural no fue suficiente para evitar el desastre.
Una época de extraordinarias destrezas en los oficios, de materiales nobles y de contratistas orgullosos de su trabajo había llegado a su fin. La empresa constructora, ocupada en numerosos edificios del famoso “desgravation style”, no podía dar respuesta correcta a la construcción de una vivienda compleja, pero vivienda al fin, que parecía verdaderamente extemporánea, fuera de lugar.
Don Hilarión también trabajó como perito y profesional encargado de la supervisión del mantenimiento del Banco Provincial de Santa Fe. Como su secretario-asistente, conocí todas las sucursales, tuve que trepar a sitios insólitos, ver raros desagües, extrañas humedades, siempre precedido por Don Hila que no le tenía miedo ni a las endebles escaleras ni a las alturas.
Hacíamos esos viajes por caminos casi siempre desconocidos, sin GPS naturalmente, a bordo del Citröen 2 CV de Hilarión, color verde. Almorzábamos donde se podía, generalmente en fondas de los pueblos, y emprendíamos el regreso. Una noche, ya tarde, regresando a casa por la vieja ruta 11, en una curva, Don Hila siguió derecho y terminamos dentro de una quinta que, afortunadamente, tenía la tranquera abierta.
Puedo asegurar que en esas visitas aprendí tanto sobre las rarezas de la construcción y las técnicas del peritaje, que, con el tiempo, yo mismo devine en Perito Legal.
Otra era
Durante buena parte de 1967, la famosa OVEA, la Organización de Viajes de Estudios de Arquitectura, me paseó por catorce países. Al volver al Estudio encontré un panorama, si bien esperado, no menos desagradable. La casa estaba vacía, el estudio había desaparecido.
Hilarión me llevó a la planta alta, donde había una serie de objetos de arte para que eligiera dos, como recuerdos. Elegí una talla “Lamento Indio” de Juan de Dios Mena, el famoso escultor chaqueño y una “figulina” de Leticia Cosettini, hermana de Olga. Era una pequeña escultura, una figura femenina hecha íntegramente con chala de choclos. Iván Hernández, hijo mayor de Hilarión, compadecido quizá por lo modesto de mi elección, me entregó un extraordinario candelabro de bronce, de origen oriental, que usamos en casa en circunstancias especiales, como centro de mesa.
La colección de revistas de arquitectura había sido adquirida por la propia Facultad y la biblioteca de temas generales fue dividida en siete partes para los siete siempre “bienqueridos” de Don Hila, pero mi parte, ya que estaba de viaje, fue “distraídamente tomada” por algunos de los restantes amigos, o quizá por todos ellos. De todas maneras, estaba en buenas manos.
Hilarión vendió un estupendo cuadro de Pedro Fígari, el artista uruguayo, y se compró un departamento de un dormitorio en calle Urquiza, frente a la escalera que separa la vieja Aduana de otro edificio público. Hombre realista y previsor, hizo demoler la pared que separaba el estar del dormitorio, transformando el departamento en un ambiente único. Curiosamente, en el extremo del ambiente, hizo colocar un sofá cama y en el viejo vano de la pared demolida unas cortinas.
Ante mi pregunta sobre tan extraña decoración, me hizo saber que eran las comodidades para las personas que eventualmente tuvieran que asistirlo o acompañarlo, cosas que efectivamente, con el paso de los años, sucedieron. Recuerdo un cartón que se enganchaba en la manija de la puerta de entrada con la leyenda en lápiz “DESEO NO SER MOLESTADO”.
Allí lo encontrábamos jugando al solitario, leyendo, o haciendo otras tareas menos santas como contar las veces que movían los mismos materiales en la obra de enfrente y otras delicias de la construcción contemporánea.
También se ocupó de hacer imprimir en catorce tomos, siete ejemplares de “Disparates y otros poemas”, además de cuentos, escritos por su esposa Lucía. Estaban escritos a máquina, fotocopiados y encuadernados. Los siete conjuntos fueron repartidos entre sus hijos y sus amigos, entre los que tuve el privilegio de contarme. La fecha de la impresión es julio de 1973. Creo que, a 42 años de esa oportunidad, puedo tomarme la libertad de hacer pública la dedicatoria:
“A mi Luchita las hadas buenas le llenaron el alma de flores de todos los colores y perfumes, de edades tiernas y maduras, de temores e inseguridades respecto a Dios, de paisajes reales e imaginarios en que el color azul es el personaje, y en que la picardía aflora en sus Recuerdos y Romances.
Desgraciadamente aparecieron también las hadas malas que enturbiaron su capacidad creadora y su extraordinaria sensibilidad.
Lo que hoy entrego a nuestros grandes cariños es acaso todo lo que mi Luchita vivió y escribió.
No he querido hacer valoraciones ni correcciones de sus desahogos porque todos tienen un valor hondamente afectivo para mí. Espero que lo mismo les suceda a ustedes que la quisieron y que, cuando lean sus disparates (como ella los llamaba) sepan disimular los errores gramaticales que contienen.
Rosario, julio de 1973.-
Estos supuestos “Disparates” comenzaron a elaborarse en 1917 y los escribió durante años, al punto que mi recuerdo más hermoso de Lucha es, precisamente, subir a saludarla y encontrarla, elegante y compuesta, en su silla de ruedas, escribiendo a máquina en la mesa del estar del primer piso.
Debo reiterar un agradecimiento muy especial a Anibal Moliné. Cuando tuvo la suerte de ser designado Profesor Acompañante de un grupo de Ovea, no sólo me dejó un poder para que me encargue de sus asuntos, sino que, además, tuvo la valentía de enseñarme a conducir su Jeep IKA, para poder ocuparme de las obras y otros trámites.
Como se sabe, Aníbal es muy cuidadoso, cuasi obsesivo, de modo que no dejó resquicio sin enseñarme, en el arte de la conducción de autos. Lamentablemente no me fue también en el otro “arte”, el de la Dirección de las obras, ya que tenía verdaderamente pánico de enfrentar ese cúmulo de problemas. Afortunadamente, Don Hila se dio cuenta y tomó el mando.
De todas formas, Hilarión me invitó a viajar por Córdoba, a bordo de su verde Citröen 2CV. El pretexto era asistir a una de las bienales de arte que auspiciaba Kaiser Argentina, en la que actuó como Jurado. Nuestra expedición comenzó en San Luis 448, con la conducción de Don Hila. Almorzamos en el viejo “Parador de Bell Ville” que aún existe, en ruinas.
Al salir, Don Hila me pasa las llaves del auto. Espantado pregunté que se suponía que debía hacer, a lo que me respondió: “Ahora te toca a vos, hijo”. Fue mi primera experiencia en ruta y sólo recuerdo que tenía transpirados hasta los calzoncillos. Afortunadamente llegamos muy bien y nos alojamos, por supuesto, en el viejo “Hotel Bristol”, una joya de Córdoba ya desaparecido, como lo fue en su momento el “Italia” para Rosario.
Tengo muy presente la cena, cuasi dieciochesca, con el mozo con la comida en fuentes, esperando pacientemente qué de un carro con un gran bol de alpaca, con su tapa, se sacara la vajilla caliente, secarla y recién allí colocar la comida. Una verdadera paquetería.
Después del fallo del concurso nos fuimos hasta La Cumbrecita y nos alojamos en el hotel del mismo nombre. Recuerdo que Hilarión me llamó la atención sobre la presencia de la viuda de un famosísimo escritor cuyo nombre no logro recordar, en el comedor, todos los días. La dama vivía allí en ese paisaje singular, aislada del mundanal ruido. Terminado el almuerzo, Don Hila buscaba su almohadilla inflable y se iba a dormir bajo los pinos, sobre el mullido colchón de las hojas secas y con una bóveda verde sobre sus ojos.
Con el tiempo, me enteré, tardíamente, que estaba proyectando un viaje a Europa conmigo, pero mi súbito emparejamiento impidió que prosperara. Don Hilarión no pudo conocer Europa, y algo de culpa todavía sobrevive en mi conciencia.
En esta nueva era la creatividad de Don Hila tuvo un giro que ahora, con el paso de los años, comprendo y comparto: cambió las bellas artes por otra manifestación no menos bella, pero que sí es un arte: el de la gastronomía. Recuerdo almuerzos pantagruélicos en la calle Urquiza: Carlos Borsani y yo llevábamos el whisky y nos deleitábamos con verdaderos manjares, muy elaborados.
De esa forma se armó un grupete que se alternaba en los almuerzos, generalmente los días miércoles: Los Hernández Larguía hijos, los De la Colina, Susana Imbern, otros ocasionales amigos y yo mismo disfrutábamos de momentos extraordinarios, donde la buena comida se mezclaba con sesudas charlas y bella música de fondo.
A la luz del mundo que hoy nos toca vivir, ¿Qué más se podía pedir? Esas prácticas culinarias y sociales se transformaron en una verdadera herencia ya que hasta hoy día, lamentablemente desaparecidos algunos de sus miembros, cada tanto, nos reunimos a almorzar.
Cuando Don Hila falleció, en 1978, yo estaba en Córdoba. No había celulares, ni tampoco teléfonos fijos. Iván mandó varios telegramas, que no contesté y hasta me hizo buscar por la Policía. Me negué a regresar, me negué a aceptarlo. Sentí que se había creado un enorme vacío a mis espaldas. Yo sabía que cualquier problema de diseño, de construcción, y hasta los de la misma vida, encontrarían en Hilarión un árbitro inapelable. De pronto, ese soporte ininteligible, había desaparecido.
Ahora, de tanto en vez, los visito (a Lucha e Hilarión) en Funes. Allí hay una tosca loseta sobre la tierra, hecha con lajas grandes de mosaicos graníticos diseñada por el propio Don Hila, con un agujero donde alguna vez plantamos un jazmín. Está tan fuerte, tan florecido, que, cada tanto, alguien debe podarlo: es una suerte de evocación de quienes lo alimentan.