por Sebastián Stampella
A la arquitecta Carlota Werbin le cuesta recordar edificios. Arriesga calles, intersecciones, y algunos detalles estructurales que llegan a su mente en forma azarosa. Nada es fácil a sus 95 años, dice. Sin embargo, esa dificultad para aportar datos precisos sobre las obras realizadas en Rosario por el estudio Werbin y Czarny -del que formó parte junto a su hermano Mario y el ingeniero David Czarny- contrasta con la lucidez que demuestra para evocar otros aspectos de su vida personal y profesional.
Sus años de estudiante trascurrieron en la actual Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de Rosario, por entonces Facultad de Ciencias Matemáticas, dependiente de la Universidad Nacional del Litoral, cuando Arquitectura era una «escuela» y no una carrera.
Ingresó a la facultad en 1946 y obtuvo su título en 1952, en un período histórico en el que la «grieta» entre peronistas y anti-peronistas era tan profunda que -según cuenta- los alumnos y alumnas más radicalizados convivían sin dirigirse la palabra, sin mirarse. «Bajo esas circunstancias se trabajaba en conjunto, se hacían los famosos encierros, con todos trabajando a la par», recuerda.
A pocos días de que se conmemore el Día Internacional de la Mujer, Carlota nos explica en esta entrevista cómo fue estudiar y desempeñarse profesionalmente como arquitecta en una época en donde la sociedad estaba muy lejos de consagrar un plano de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.
—¿Cómo surge tu inquietud por estudiar arquitectura? ¿Tuviste algún tipo de influencia?
—Mi destino como arquitecta está indisolublemente unido al de mi hermano, Mario Werbin, que también fue arquitecto y que luego trabajó conmigo. Era tres años menor que yo y falleció hace cuatro. Él tenía una capacidad creativa innata, era un gran dibujante y siempre tuvo en claro que quería estudiar arquitectura.
Yo tenía más capacidad para las materias teóricas, para la física y las matemáticas. Y aunque no recuerdo bien qué fue exactamente qué fue lo que me decidió a estudiar arquitectura, creo que fue tratando de encontrar un trabajo que me permitiera desenvolverme con esas habilidades. De lo que sí estoy segura es de que influyó mucho la vocación que yo veía en mi hermano.
—¿Qué recuerdos tenés de tus años de estudiante de Arquitectura?
—Era una época en donde la grieta de ahora no sería nada comparada con la de entonces. Yo entré en 1947, con toda la facultad dividida entre peronistas y anti-peronistas. Era de tal magnitud esa grieta que no nos saludábamos con nuestros compañeros. Era una indiferencia total para con el que estaba del bando contrario.
Yo era medio ingenua tal vez, y al no estar metida en la militancia política veía las cosas de otra manera. Yo no era peronista, pero nunca actué con fanatismo. Lo llamativo que hay en Arquitectura es que es una carrera en la que se trabaja en equipo. Entonces, bajo esas circunstancias se trabajaba en conjunto, se hacían los famosos encierros, con todos trabajando a la par. En ese contexto estudiábamos y empezábamos a trabajar con proyectos, sobre la mesa de dibujo.
En general, tengo un buen recuerdo de mi paso por la facultad. En las materias teóricas no tenía problemas, y, aunque en la parte de arquitectura tenía mis limitaciones, tuve el promedio más alto de mi promoción. Yo era bastante piola para rendir los exámenes, tenía un gran talento para eso.
—¿Es verdad que no veían nada de referentes ineludibles de la Arquitectura como Le Corbusier, por ejemplo? ¿Cuál era el material de estudio?
—De eso, nada. Los profesores nunca nos hablaron de esos grandes arquitectos, jamás. Nos íbamos mucho más atrás, a una época muy remota de la arquitectura de Europa. Olvídate de saber de la existencia de la Bauhaus. A todo eso lo iban descubriendo los que se formaban aparte, por su cuenta.
En mi época no conocíamos a los arquitectos importantes del mundo ni las corrientes. Lo único que hacíamos era estudiar la arquitectura antigua. La escuela de arquitectura de mi época era así. Los únicos que nos enseñaban un poco de arquitectura era los que nos enseñaban a proyectar, pero en la parte cultural era un desastre.
Después de que yo me recibí, vinieron varios profesores de Buenos Aires que hicieron un cambio más profundo en ese sentido. Lo supe por mi hermano, que entró después que yo a la Facultad. Gracias a ese cambio, Arquitectura se pudo transformar de escuela en Facultad, con una mayor jerarquía.
—¿Había muchas mujeres estudiando en Arquitectura?
—Había bastante mujeres. En Ingeniería sólo dos mujeres había, pero en Arquitectura éramos muchas. Después, ya al momento de ejercer, no conocí a ninguna que en esa época haya tenido la posibilidad de trabajar como la tuve yo. Ahí sí creo que fui única.
—¿Y cómo empezaste a trabajar de arquitecta?
—Yo reconozco que tuve mucha suerte y que todo me resultó muy fácil. Mi familia era muy afincada en Rosario, gente reconocida: mi papá era médico y mi marido era abogado y estaba relacionado con los comerciantes de la ciudad. Yo a esto lo destaco porque reconozco que la mayoría de los arquitectos luchan como condenados porque, en muchas ocasiones, trabajan sin percibir honorarios; les piden como un favor que les hagan “un dibujito”.
Si no tenés esos vínculos, se hace difícil. Salvo que seas un gran arquitecto y hagas cosas extraordinarias y enseguida se corra la voz y empieces a trabajar como arquitecto en forma exclusiva.
Para tener éxito en el desempeño de la arquitectura y tener continuidad, tiene que haber seriedad, honestidad y saber llevar las relaciones humanas. Nuestra profesión es una profesión muy compleja, porque requiere de muchas capacidades.
Lo más importante es el espíritu creativo, el amor por las formas, tener conocimientos estructurales, de materiales, el desenvolvimiento de los proyectos, etc. Y no podés trabajar si no tenés un poco de espíritu comercial o no te vinculás con alguien que se ocupe de las relaciones públicas.
En mi caso, llegamos a formar un estudio muy importante, con doce personas trabajando. Teníamos un piso entero donde convivíamos los arquitectos trabajando en un sector, los directores de obra con sus cosas en otra parte, y en otro lugar la administración. Hicimos algunas obras importantes.
—¿Qué proyectos recordás de esa época?
—Recordar eso se me complica porque, a mis 95 años, hacer memoria no es fácil. Es que, creo que soy la única representante de esa época. Uno que sí recuerdo es un edificio en la esquina de San Juan y Ayacucho. Ese es de la primera etapa; uno de los más viejos.
De las obras que hicimos, para entender la parte estética de los edificios, a muchos de ellas hay que ubicarlos en el contexto en el que se hicieron. Es que yo me recibí en 1952 y empecé a trabajar diez años después, porque en el medio tuve a mis tres hijas.
En esa época se había establecido la Ley de desgravación, lo que hizo que la gente de dinero -sobre todo comerciantes-, para desgravar, se dedicaba a construir. Creo que la mitad de Rosario se construyó en esa época. Si vos tenías un estudio más o menos organizado, era muy fácil conseguir trabajo. Y a mí me tocó empezar a trabajar en esa “época de oro”, por llamarla de algún modo.
—¿Y qué opinión tenés de los edificios construidos en ese período?
—Es que esa ley tenía sus limitaciones: no se podía hacer una mansión o un edificio muy importante, porque estaban muy limitados los metrajes: de un dormitorio, 50 metros cuadrados; de dos dormitorios, 80 metros cuadrados. Entonces, te tenías que romper la cabeza para hacer un buen proyecto, de hacer departamentos que sean vivibles, dentro de esas limitaciones. El vuelo estaba cortado, porque el metraje no lo permitía.
Uno de los mejores edificios que hicimos de ese período está en Necochea entre 3 de Febrero y 9 de Julio, que es chico, de 8 pisos y tiene un departamento por piso que son una belleza aunque tienen 50 metros cuadrados. Tenía un living comedor, un dormitorio, un baño y un balcón, pero todos con dimensiones importantes. Porque había arquitectos que hacían cosas que después, para entrar, tenías que pasar por encima de los muebles. No era fácil lograr proyectos que te permitan un poco más de vuelo.
—¿Y otros que recuerdes y que te hayan dado más satisfacción?
—Los únicos edificios que hicimos y que no eran de renta, son el Hotel Presidente y el Sanatorio de la UOM. Esos fueron trabajos importantes. Y después también hicimos dos torres en Buenos Aires.
Cuando me recibí gané un concurso con un jardín de infantes para la escuela Bialik, de la comunidad judía. Yo hice el proyecto, pero como no tenía experiencia, tuve que desvincularme porque no sabía cómo hacer la dirección. Se fue de mis manos.
Entre los edificios nuevos uno que me gusta es uno de departamentos que está en Pellegrini y Maipú. Un departamento grande, con pileta de natación, un muy buen edificio. Otro que me gusta también es en Presidente Roca entre Rioja y San Luis.
—¿Eras de ir a la obra o lo tuyo era más el tablero?
—No era de ir mucho a la obra, porque como el estudio nuestro era tan grande, cada uno según sus aptitudes, tomaba lo que mejor le resultaba. Yo era buena en el desarrollo del proyecto; mi hermano era el que hacía el proyecto.
Yo, al tomar el proyecto, hacía el estudio de las estructuras. Era muy prolija dibujando las cuestiones técnicas, pero la parte plástica, los croquis, quedaba en manos de mi hermano, que tenía mucha habilidad. Mi primo, Jorge Werbin, era ingeniero y trabajaba con nosotros dedicado también a la parte comercial.
—¿Sentías el rigor de la sociedad de entonces por dedicarte a la arquitectura siendo mujer?
—Sí. Cuando hacían asado de obra, iban todos los titulares del estudio y la gente que nos ayudaba, pero a mí nunca me participaron. Era impensado que una mujer vaya a comer un asado ahí. Yo me quejaba un poco, pero no tenía mucho margen. Era otra época, muy distinta a la apertura que existe hoy.
Las mujeres después salieron solas a reivindicarse, a ocupar todos los lugares. Si bien están en minoría, el avance es increíble. A mí no me gusta mucho eso de que a la mujer se les asigne determinada cantidad de lugares, eso de los cupos. Porque nunca hubo que decirle a los hombres cuántos lugares podían ocupar. A mí, en mi trabajo como arquitecta, me respetaban y trataban de igual a igual: los contratistas, los ingenieros, todos conversaban conmigo y me escuchaban.
—Si te dieran la posibilidad de volver a nacer y elegir un nuevo destino para tu vida, ¿Volverías a ser arquitecta?
—Sí, sin dudas. Cuando adquirís experiencia vas desarrollando una capacidad de ver la belleza de un modo distinto, de una forma que antes no la veía. Hoy ya tengo un concepto bien claro de lo que está bien, de lo que no va, de lo que es bello y de lo que no.
Pero a esas cosas, a ese criterio, se llega después de todo un camino de trabajo cotidiano. Hoy los materiales que existen permiten hacer cosas extraordinarias, cosas que antes no se podían siquiera imaginar. Creo que si existiera la reencarnación me gustaría salir mejor, con más capacidad creativa, porque con el paso del tiempo descubrí otra visión, otra forma de concebir la arquitectura.
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