Nicolás Campodonico: la materialidad de la luz y la identidad arquitectónica

El arquitecto Nicolás Campodonico acaba de recibir la distinción al mérito del prestigioso Konex 2022. Previo a este merecido reconocimiento, recibió a La Gaceta en su estudio de bulevar Oroño y se entregó a una charla en la que se explayó sobre los rasgos comunes de sus obras, el proceso de aprendizaje, su mirada urbanística de Rosario y el rol de lo perceptivo en la buena arquitectura. Según recuerda, todo comenzó en su niñez, cautivado por un haz de luz. "Las imágenes de mi infancia están replicadas en mis trabajos", dice.

por Sebastián Stampella

Nicolás Campodonico acaba de recibir en Buenos Aires el diploma Konex al mérito 2022 en Arquitectura, y en noviembre competirá por el galardón en su rubro. No obstante, este arquitecto rosarino tiene en claro que la postulación a ese prestigioso premio está reservada a muy pocos y, por lo tanto, entiende que ya es consagratoria. «Hay mucha gente que trabaja muy bien. Pero a veces, tener difusión o que de repente el medio se interese en lo que estás haciendo te da otra llegada. Por el momento, ya con el hecho de que un jurado tan numeroso y prestigioso me haya distinguido es un premio enorme», dice.

Campodonico recibió a La Gaceta en el imponente estudio que construyó sobre el bulevar Oroño, un espacio cuya calidez interior contrasta notablemente con el exterior. La presencia amable de la luz de la mañana llega a las maquetas de sus obras y, desde un lugar estratégico y especialmente iluminado, un cuadro enorme del «Negro» Villafañe custodia el espacio de trabajo de su colega y amigo.

El anfitrión señala las maquetas y comenta, muy al pasar, algunos detalles técnicos. Luego, se remonta a los inicios de su carrera y al camino recorrido para reflexionar sobre cómo la variedad de encargos, tanto de escalas como de usos, fue un factor determinante para forjar una forma de asumir su rol como arquitecto.

«Cada vez que venía un encargo tenía que pensarlos de cero. Esa es una ventaja porque es lo opuesto a acostumbrarse o a generar respuestas preestablecidas. Al principio de mi carrera me tocó hacer una casa en el campo, una reforma, una playa de estacionamiento, unos consultorios, todos de pequeña escala y que me obligó a trabajar con distintos materiales y en condiciones muy distintas», dice.

Y continúa: «Eso que en principio me parecía una dificultad porque no me permitía centrarme en una estética determinada, me dio la posibilidad de concentrarme en los problemas, interpelarlos y tratar de dar una respuesta lo más ajustada posible a esas condiciones de trabajo. Esa fue la dinámica que después siguió durante los años: más allá de intentar imponer una imagen o un material, una expresión determinada de arquitectura, concentrarme más en cuál era la necesidad real de ese encargo».

—¿Y esa variedad de encargos consiguió marcar un rumbo en tu identidad arquitectónica, o ya tenías una estética como norte?

—Yo no tenía una estética formada, y no sé si la tengo ahora. Mi identidad la siento más relacionada a esta forma de operar con lo que tengo que hacer. Después, hay intereses que van más allá del encargo o de lo que disponés, como por ejemplo, el interés por la luz, por el espacio o de trabajar con la materia. Estas cosas son anteriores porque tienen que ver con la existencia humana, se relacionan más con nosotros como seres vivos que como arquitectos. Es decir, se vinculan, pero en un plano anterior.

Son intereses que vienen de la época de estudiante o anteriores. Tengo recuerdos de mi infancia donde esos temas ya me inquietaban. Esa combinación entre concentrarme y tratar de dar respuesta a la medida de los problemas sumadas a esos temas genéricos o amplios que me interesaban y me interesan, dan una forma de trabajar y es lo que le dan una consistencia a mi trabajo. Después, vos ves mis obras y no son parecidas entre sí estéticamente hablando, pero algo tienen, son como de la familia. Hay formas del manejo de la luz y del espacio que son compartidas. Hay una manera de mirar que tamiza o filtra el resto de las operaciones.

En la arquitectura de Scrimaglio, Iglesia, Caballero o Villafañe, la percepción tuvo un lugar importantísimo».

—¿Y cómo asumís el equilibrio entre los encargos y tus gustos personales? ¿Lo vivís como algo conflictivo o es algo que tenés resuelto? 

—El comitente tiene que ser un aliado, o mejor dicho, un cómplice. Hay que establecer una dinámica de complicidad. Tenes que ir ensamblando sus necesidades, sus gustos, sus aspiraciones, que son genuinas, y vos disponés de una caja de herramientas, de toda una formación, para satisfacer eso. Y al mismo tiempo, ir produciendo una obra particular, a medida. Lejos de ser conflictivo, siempre es un gran aporte eso. El problema es cuando un cliente te dice “hacé lo que quieras”. Ese es un enorme problema eso.

Si uno aspira a una arquitectura que responda a un lugar, a un momento, y a una necesidad determinada, si le quitás la mirada de quién la va a utilizar, te falta un elemento dentro de esa composición. Ese requerimiento, esas exigencias, si son bien entendidas y utilizadas dentro del proyecto, sólo pueden mejorar tu arquitectura. Se necesita que ambas partes estén dispuestas a cooperar.

En ese sentido, la intransigencia de cualquiera de las partes sabotea este proceso. El cliente te pide algo, pero hay que ser como un psicólogo, porque él no tiene la formación como para saber si lo que expresa es lo que realmente quiere. A veces expresan algo para pedir otra cosa. Si se hace exactamente lo que te piden, después a veces te dicen que no es lo que querían.

El proceso es muy enriquecedor. Cuando hago una vivienda pregunto cuál es la casa que soñó, si es blanca o de ladrillos. Porque no podés hacer vivir a una persona en una casa distinta a la que soñó. El desafío es hacer la mejor casa que él haya soñado, y para eso uno tiene las herramientas para trabajar, para hacerlo posible. 

—Recién decías que de chico ya había cosas que te cautivaban, y que eran previas a tus conocimientos de arquitectura. Y mencionaste a la luz. ¿Eso explica algo de la búsqueda tuya para construir la Capilla San Bernardo y otras edificaciones donde la luz tiene tanto protagonismo?

—En el caso de La Capilla, claramente se trata de una obra en donde el tema de la luz, el espacio y la materia están casi en su máxima expresión. Están en un sentido puro porque es una obra que ni siquiera tiene instalaciones. Es la percepción del espacio en el sentido más puro posible. Sobre mi infancia, no hay arquitectos en mi familia. Por lo tanto, no tenía noción sobre la disciplina, en cambio, hacía observaciones bastante libres. Tengo muy fresco el recuerdo de la primera vez que vi entrar la luz como algo potente por la persiana, un invierno sentado en mi dormitorio y ver las partículas de polvo flotando. Entender la luz como algo material, con cuerpo.

Lo tengo presente. Tenía 6 o 7 años. Lo cuento y lo recuerdo. Era invierno. Recuerdo que la frazada soltaba las partículas y el sol entraba oblicuo desde el norte. También recuerdo la inquietud que me producía como niño cuando caminaba por el barrio y veía muros, volúmenes que aparecían por detrás, o árboles. Son imágenes de mi infancia y están replicadas en mis trabajos. Son percepciones de la infancia pero enriquecidas indudablemente por un montón de referentes de arquitecturas que han recorrido esos caminos. Es una mezcla de esas cosas.

Hay dos o tres temas que me acompañaron toda la vida y que me siguen acompañando. En el fondo, mis intereses primordiales están por ahí. Esa percepción que tiene uno cuando es chico la tienen todos, uno necesita entender el mundo a partir de los sentidos y la percepción. La educación formal va sacando todo eso de tu universo, pero son herramientas concretas a las que uno puede echarle mano.

—¿Encontrás en las charlas entre colegas espacio para explayarte sobre estas cuestiones vinculadas a lo perceptivo, a lo sensorial?

—Las charlas estrictamente disciplinares incluyen estos temas, como la fenomenología. Y hablamos de todo. La tecnología es un tema recurrente. El medioambiente está de vuelta en boca de todos. Pero, más allá de las modas, o de cómo la sociedad intenta hacer foco sobre un tema específico, los temas importantes tienen que estar siempre. El panteón tiene 2000 años y trata sobre la fenomenología y de cómo conectar al ser humano con el cosmos. Es una obra que hoy sigue funcionando para lo que fue creada.

La sustentabilidad como tema siempre ha sido tomado por la arquitectura: las obras de hace 50 o 100 años era sustentable, no necesitaban ningún sello ni sofisticación. Lo eran con otros métodos, pero por sobre todo con mucho sentido común. En la arquitectura de Jorge Scrimaglio, de Rafael Iglesia, de Gerardo Caballero, del Negro Villafañe- la percepción tuvo un lugar importantísimo.

Todos los temas importantes están presentes en la arquitectura de valor. No hace falta que esté de moda. Los arquitectos comprometidos trabajan con estos temas. La arquitectura si carece de estos temas o afloja, pierde interés. Puede ser muy linda, muy a la moda, pero si no da respuestas a temáticas universales o permanentes, no va a ser una arquitectura de valor o trascendente. 

—¿Te interesa el urbanismo?

—Sí, y lo veo como un fenómeno apasionante. Al urbanismo creo que no lo hacen los arquitectos o urbanistas sino los impulsos, las fuerzas, el territorio se va moldeando con un montón de fuerzas económicas y sociales que son mucho más determinantes que un diseño. No se puede prediseñar o imponer, el urbanismo es una construcción de décadas, es fluctuante e intervienen fuerzas que no son tan controlables. El urbanismo es interesante y hay que tener claridad sobre cómo queremos vivir en el futuro, pero el resultado es mucho más participativo e imprevisible. Es un diseño conformado entre múltiples actores. 

—¿Y cuál es tu mirada urbanística sobre la ciudad de Rosario?

—Creo que nuestra ciudad tiene un debate pendiente sobre densidad, que en definitiva es una de las claves para hacer a una ciudad sostenible. Para mí el futuro es de ciudades densamente pobladas, porque la idea de la ciudad extendiéndose indefinidamente con el proceso que se intensificó hace unos 15 años con barrios privados o abiertos en la periferia es insostenible. Los recursos para dotar de infraestructura en baja densidad son enormes a comparación de lo necesario para hacer lo mismo en alta densidad, es sólo una fracción.

En su momento se dijo que la infraestructura del centro no resistía para más edificios, y en verdad, resulta más económico reforzar esas infraestructuras, o reemplazarlas, que darle nuevas a la periferia de baja densidad. La periferia hoy tiene muy bajo nivel de infraestructura y servicios. Entonces tenés gente viviendo sin transporte, sin pavimento, sin cloacas, sin servicios. Si bien existe la libertad de cada uno para decidir dónde vivir, quienes manejan el planeamiento y el urbanismo pueden alentar o desalentar operaciones que densifiquen la ciudad. Nosotros vivimos un desaliento de la densificación en el área céntrica que, para mí, fue un error.

Ese conflicto terminó en una solución intermedia que son las alturas actuales de PB y 8 pisos, que es lo que se permite hoy en el área central, que no son ni los históricos 10 o 12 que tenía el centro ni los 6 que se querían para bajar del todo la densidad, que para mí es insuficiente. Esa discusión que duró años hizo que proliferen muchos emprendimientos abiertos en la periferia. Los barrios cerrados destinados a sectores de alto poder adquisitivo no sufren estos problemas, lo sufren los de menores recursos que de repente tienen que vivir arriba de un auto para irse 40 kilómetros afuera de la ciudad. Ahí hay que ver qué queremos para el futuro.

Y más allá de los anhelos, hay una responsabilidad de entender que hay ciudades más sostenibles y otras menos. Una ciudad expandida en el territorio necesita un montón de recursos para sostenerla, en cambio una más concentrada, más densificada, reduce mucho eso. Esas son definiciones del urbanismo que hay que tener en claro para no equivocarse porque un error en eso te hace perder 20 o 30 años de desarrollo. 

—Entonces, Rosario debería crecer desde el centro…

—No tengo dudas. Comparado con otras ciudades americanas, nuestro centro no se deterioró en gran medida. Esa es una oportunidad enorme. Hay que densificar al máximo el área central. No se puede volver atrás la mancha urbana, pero hay que intentar densificar lo más posible el centro y los barrios. No tengo nada contra la ciudad jardín, hay gente que puede y quiere vivir de esa manera, pero la densidad es el futuro.

Otra cosa es la gente que quedó expulsada en las afueras porque no tenía una oferta razonable en el centro o en los barrios. Yo creo que es fundamental detener la ampliación de la mancha urbana y densificar lo máximo posible porque es un camino sostenible en el tiempo. 

—Planteás que la salida a eso sería crecer hacia arriba. La construcción en altura encuentra muchas voces de resistencia acá en Rosario que postulan la preservación de un perfil de casas bajas, o de muy pocos pisos. ¿Cómo analizás ese fenómeno?

—Creo que definitivamente en el pasado hubo muchos errores en ese sentido. Lo increíble es que las mismas personas que planteaban eso después viajaban y se maravillaban con la escala de Nueva York, o con la compacidad de las ciudades europeas, y son ciudades densas. No existen las casas en la periferia como las entendemos nosotros. Por ejemplo, Barcelona tiene una densidad altísima, pero en otra forma, en forma de diez pisos continuos manzanas tras manzanas.

Rafael Iglesia decía que ese proceso de resistencia a la densificación estuvo muy vinculado a que la propia gente que vivía no quería un edificio al lado porque le iba a sacar servicios y le daría sombra, y que cuando la sociedad dermatológica aconsejara la sombra, todos iban a querer un edificio al lado. Así de fácticos son los argumentos.

Muchísima gente comparte esto que planteo, y de ninguna manera significa ir en contra de quienes quieren vivir en la ciudad jardín, pero hay gente que no quiere vivir de esa manera y se ve expulsada. Hay que dar la pelea por una mayor densidad de Rosario. Vivir en el centro implica sacar menos el auto, caminar más, es una buena forma de vida. 

—¿Cómo vivís tu participación en el ámbito académico?

—Bien, muy bien. Es un ámbito que, depende donde estés, puede ser muy enriquecedor. Yo empecé como ayudante de Aníbal Moliné en 1998. Son 25 años de docencia ya. Y ahora soy profesor adjunto de Gustavo Carbajal. Estoy  muy relacionado con la educación, y doy clases en grado y postgrado.

Hay escuelas que están más cerca de los problemas reales, más afinadas en lo que discuten y piensan sus alumnos, y otras escuelas o docentes que no están alineados con los tiempos que corren. Todas las herramientas con las que enseñábamos ahora parecen ser ineficaces. Y no tiene que ver con lo tecnológico, nosotros cambiamos. Nosotros, que fuimos educados en la era analógica, nos hemos digitalizados y nos ha cambiado la forma de pensar y de hacer en alguna medida. Yo sigo dibujando a mano, hago maquetas, pero igual cambió todo.

Ese cambio no se ve reflejado en la educación en general, en los niños y en la universidad. Los estudiantes demuestran que algo no funciona. Buenos alumnos hay siempre, y los que logran arreglárselas, también. Pero hay más inconsistencia. Y me refiero a todos los niveles: en la apropiación de herramientas prácticas, de representación y reflexión, inconsistentes conceptualmente. Algunas de las herramientas que teníamos, hoy no son eficaces.

Tenemos que replantearnos cómo enseñamos y cómo aprendemos. Hoy no debería haber un profesor que diga cómo es la verdad sino que el rol del profesor tendría que ser más como una especie de DT, un organizador y facilitador del debate en un proceso de aprendizaje horizontal. Los modelos como Montessori o Waldorf surgen de momentos históricos, de crisis. Y hoy estamos en una crisis de recursos, y de cómo entendemos el mundo que nos rodea. 

—¿A qué generación de arquitectos sentís que pertenecés, más por afinidad que por edad? 

—No sé. Nosotros seguimos con un legado. Tenemos una ciudad que fue muy rica en cuanto a arquitectura con exponentes muy fuertes. Uno puede remontarse a arquitectos como Anibal Moliné y el estudio H, Pantarotto, Scrimaglio, es toda una generación, y antes De Lorenzi. Más cerca en el tiempo, la generación del grupo R (Rafael, Villafañe, Caballero). Y mi generación sigue con un legado en esa línea, que no son todos los profesionales, y es lógico que así sea porque hay mucha diversidad en la matrícula.

Hay jóvenes arquitectos de entre 30 y 40 años que ya representan una nueva generación. Me gusta pensar que más que una conexión a nivel escuela de arquitectura en cuanto a  la expresión o el material, hay un legado. Porque una escuela es algo que uno toma para repetir, pero un legado es como una cuestión más de espíritu. Hay muchos arquitectos de mi generación que tomamos y desarrollamos ese legado.

Un amigo de Buenos Aires me decía que pareciera que la arquitectura en Rosario tiene más tiempo. La escala de la ciudad, poder resolver muchas cosas en pocas cuadras y en poco tiempo te da muchas horas extra para dedicarle a la arquitectura. No estamos corriendo todo el tiempo. Y ahora hay muchos arquitectos dejando su impronta en la ciudad, de una arquitectura elaborada con tiempo y mucha dedicación.

—Ese manejo particular del tiempo que se le atribuye a la arquitectura en Rosario tal vez esté emparentado con los encuentros de amigos en los bares, a charlar y reflexionar sin prisa que popularizó Fontanarrosa. ¿Lo ves así a eso?

—Sí. Ese modelo lo tenía el Grupo R se veía con mucha admiración en el resto del país. Ahora hay una generación de arquitectos de 40 años muy potente diseminada por todo el país. Después, como se ve eso desde afuera no lo sé muy bien, pero sí sé que la trascendencia de arquitectos como los que mencioné, nos colocó en el mapa global de la arquitectura.

En los 90 el grupo R trajo a Rosario una serie de conferencistas que nos permitió entrar en contacto con arquitectos de 40 años aproximadamente que después muchos serían premio Pritzker y que nos influyeron a hacer un tipo de arquitectura de gran valor agregado. En tercer o cuarto año pude ver a Álvaro Siza, Enric Miralles, Eduardo Souto de Moura, Alberto Campo Baeza, que pasaron primero por Rosario y no por Buenos Aires. Ahí hubo un salto de calidad notable en el aprendizaje de arquitectura en la ciudad.

Creo que ese proceso, de Rosario y esa movida, traccionó mucho al resto del país. Y en Buenos Aires, que estaba metida en una arquitectura más genérica o corporativa, empezaron a aparecer estudios de escala pequeña o mediana relacionadas a esta forma de hacer, con tiempo y vinculada a otros temas. 

—Le das mucha importancia a la forma en que mostrás y comunicás tus trabajos. ¿Cómo surge ese interés?

—Para mí fue natural. Yo me interesé por la fotografía siendo estudiante. gran parte de la fotografía de mi obra es mía. Es algo que me da mucho placer. Siempre trato de que la comunicación de mi obra estuviera tan cuidada como la obra en sí.

Yo utilizo mucho lo audiovisual, porque me permite incorporar cosas como el tiempo, la luz, o el movimiento, cosas que son fundamentales en la arquitectura y que la fotografía no siempre es capaz de registrar. Desde las primeras obras intenté ir registrando audiovisualmente las obras.

Y trato de ser ordenado para tener un archivo razonable, una forma de comunicar lo que hago, que ayuda a los trabajos en general. Generar archivo. Las generaciones anteriores no le daban mucha importancia a esto. Hoy vivimos en una sociedad donde lo visual ha copado la comunicación.

No todo fue proyectado de antemano. Me gusta mucho ver qué va ocurriendo, ir descubriendo. Mi trabajo se basa mucho en la intuición»

—¿Cómo dialoga una obra tan particular como La Capilla de San Bernardo -con ese interior casi uterino- con el resto de tus trabajos?

—La idea y el proceso del proyecto de esa obra está vinculada con otras obras que hice antes: una casa que hice en el campo hace más de 20 años y unas casas en La Pedrera, Uruguay, hechas hace algo más de 15 años. En esas dos obras descubro y utilizo el tema de la luz rasante, la luz horizontal, que es uno de los temas más importantes de esta obra. Esas cosas las aplico en La Capilla. La geometría de la planta de las casas de Uruguay es muy parecida a la de la Capilla.

Después surge la parte curva, que tiene más que ver con una cuestión funcional. Cuando decidimos que la cruz iba a estar proyectada en el interior, ahí entendimos que teníamos que hacer un interior curvo, continuo, como una pantalla de proyección de 360 grados. Eso es algo funcional.

Hay todo un proceso, se llega a esa obra, pero en realidad esa obra no es sólo esos años en los que la trabajé sino que nos podemos remontar a mi infancia, cuando yo estaba sentado en mi cama mirando la luz entrar. Es una obra que decantó. Y es en ese proceso de decantamiento, en el cual yo confío mucho, también hay muchas cosas encontradas en el camino.

No todo fue proyectado de antemano. Me gusta mucho ver qué va ocurriendo, ir descubriendo. Mi trabajo se basa mucho en la intuición, que es de alguna manera el cúmulo de percepciones y observaciones que el cerebro compara para resolver problemas.

Esa condición casi uterina que decís que tiene el interior de La Capilla, como se pone totalmente rojo con la luz del sol, no es algo que yo tenía previsto: sabía que iba a entrar la luz del oeste y que iba a proyectar la cruz, pero que se pusiera rojo incandescente no lo había pensado porque no tuve la lucidez o el tiempo, tal vez, para darme cuenta.

—Hay quienes preferirían ocultar ese acontecimiento fortuito y presentarlo como algo proyectado.

—Yo no. Yo prefiero decir las cosas como son. Tiene un enorme valor la condición de descubrir y poder usar eso como herramienta en un futuro proyecto. Lo que yo ya sé, lo que proyecto, queda tal cual. Pero lo interesante de la arquitectura es lo qué pasa cuando esa obra empieza a conectarse con todo aquello que es más difícil de predecir.  

—Y al final, la obra te da un premio extra…

—Sí. Son regalos. La arquitectura te da regalos. Si uno trabaja y después se toma el tiempo de observar qué ha pasado con esa obra aparecen los regalos, en relación a la luz, al lugar, a cómo la usa la gente. Y lo importante es estar atento a esos regalos, porque algo que ocurre y uno no tenía pensado puede ser una herramienta para el próximo trabajo.

Por eso mejor que decir «se me ocurrió», es aceptar el proceso de descubrimiento y transformarlo en algo nuevo. En la casa de campo descubrí que la luz llegaba horizontal, en las de Uruguay, que esa luz horizontal, al golpear contra un techo o unas paredes convergentes, producía un efecto de luz interesante. Y en la capilla descubro que eso mismo, multiplicado, genera casi una incandescencia. Eso puede ser material de trabajo para una nueva obra.

Me parece que esos procesos se han hecho mucho más consistentes en los últimos años. La consistencia es mucho más valiosa que la ocurrencia. Es siempre este dilema entre dos palabras que son muy parecidas, que son la innovación y la novedad, pero que son tan distintas. Mientras que ambas proponen que aparece algo que no existía, la novedad solo tiene como valor el hecho de traer algo que no existía, mientras que la innovación produce una ventaja, un desplazamiento hacia algo mejor.

La novedad muchas veces tiene menos valor que lo anterior, pero la innovación empuja los límites y así se construye la cultura. Yo estoy más interesado en la consistencia que dan esos procesos a lo largo del tiempo que en la idea de tener una ocurrencia o presentar una novedad. La sociedad después tendrá sus preferencias, pero yo hablo de las mías. 

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